En los años 90 se produjo en España un “boom” del diseño. Después comenzó la polémica sobre la utilidad de tanto diseño por todas partes (hasta para ligar se decía “y tú, ¿estudias o diseñas?”).
En mi opinión, el diseño español tiene algunos hitos excepcionales. Las vinagreras Marquina, cónicas, que recogen la gota de aceite a través de un cono invertido, o el azucarillo cilíndrico que se abre como un huevo y no derrama el azúcar por toda la mesa. Aunque la catedral del diseño sigue siendo la máquina que hace aceitunas rellenas: les hace una tapa, saca el hueso, pone el trocito de anchoa y ¡vuelve a taparla!
Por si no parece importante el diseño aquí van unos ejemplos en los que topamos, a diario, con malos diseño: la etiqueta de la camisa que se te clava en el cuello, los jabones de hoteles imposibles de abrir una vez estás mojado (en seco tampoco es cosa fácil), el brick que desparrama leche a quemarropa por toda la superficie de la mesa salvo dentro de la taza.
Falta el lector de carritos de la compra: coges todos los productos, los metes en el carrito, llegas a la caja, los sacas del carrito, pasan por el lector de productos, los vuelves a meter en el carrito, vas al coche, los sacas del carrito, acabas del carrito y de sus productos hasta las narices, los metes en el coche, los subes a casa como buenamente puedes, te agotas haciendo la compra y, ni si quiera te apetece tomar una aceituna (rellena).
Yo pensaba que esta evolución del diseño se introduciría en el campo de la arquitectura. Que, al igual que ocurre con los automóviles, móviles, o demás, a todo el mundo le apetecería comprarse una “casa de diseño”. Cuando apareció IKEA sentí que era el paso previo: primero se revolucionan los muebles y luego los inmuebles. Pero nuestra experiencia nos hace dudar.
Gran mayoría de los ciudadanos entiende el lenguaje clásico de la arquitectura. Elementos clásicos: columnas, arcos, cubiertas inclinadas, frontones, combinados por medio de unas reglas gramaticales clásicas: simetría, ritmo, proporción. Pero, al igual que ocurrió con la pintura figurativa a finales del XIX, este lenguaje murió con el nacimiento de la Arquitectura Moderna de principios del XX, hace ya un siglo. Basta observar el impresionante anacronismo que produce ver a Alfonso XIII inaugurando el Pabellón alemán de la Exposición Universal de 1929, en Barcelona, de Mies Van der Rohe, paradigma de la Arquitectura del Movimiento Moderno (ver fotos abajo).
Queremos un coche o un móvil último modelo, pero no nos acostumbramos a espacios fluidos, sin delimitaciones claras; a fachadas en las que los huecos no sean ventanas que se recortan sobre lo macizo; a nuevos materiales que no sean el ladrillo visto, los tabiques de ladrillo o la teja. Construimos como hace 50 años, desechando diseños que contengan ideas como: prefabricación, flexibilidad espacial, diafanidad frente a compartimentación, etc.
El esfuerzo de los arquitectos pasa por hacer llegar a toda la sociedad este cambio, aunque sea con un siglo de retraso.
La revolución está cerca… (¿de la mano de TAV?).
En mi opinión, el diseño español tiene algunos hitos excepcionales. Las vinagreras Marquina, cónicas, que recogen la gota de aceite a través de un cono invertido, o el azucarillo cilíndrico que se abre como un huevo y no derrama el azúcar por toda la mesa. Aunque la catedral del diseño sigue siendo la máquina que hace aceitunas rellenas: les hace una tapa, saca el hueso, pone el trocito de anchoa y ¡vuelve a taparla!
Por si no parece importante el diseño aquí van unos ejemplos en los que topamos, a diario, con malos diseño: la etiqueta de la camisa que se te clava en el cuello, los jabones de hoteles imposibles de abrir una vez estás mojado (en seco tampoco es cosa fácil), el brick que desparrama leche a quemarropa por toda la superficie de la mesa salvo dentro de la taza.
Falta el lector de carritos de la compra: coges todos los productos, los metes en el carrito, llegas a la caja, los sacas del carrito, pasan por el lector de productos, los vuelves a meter en el carrito, vas al coche, los sacas del carrito, acabas del carrito y de sus productos hasta las narices, los metes en el coche, los subes a casa como buenamente puedes, te agotas haciendo la compra y, ni si quiera te apetece tomar una aceituna (rellena).
Yo pensaba que esta evolución del diseño se introduciría en el campo de la arquitectura. Que, al igual que ocurre con los automóviles, móviles, o demás, a todo el mundo le apetecería comprarse una “casa de diseño”. Cuando apareció IKEA sentí que era el paso previo: primero se revolucionan los muebles y luego los inmuebles. Pero nuestra experiencia nos hace dudar.
Gran mayoría de los ciudadanos entiende el lenguaje clásico de la arquitectura. Elementos clásicos: columnas, arcos, cubiertas inclinadas, frontones, combinados por medio de unas reglas gramaticales clásicas: simetría, ritmo, proporción. Pero, al igual que ocurrió con la pintura figurativa a finales del XIX, este lenguaje murió con el nacimiento de la Arquitectura Moderna de principios del XX, hace ya un siglo. Basta observar el impresionante anacronismo que produce ver a Alfonso XIII inaugurando el Pabellón alemán de la Exposición Universal de 1929, en Barcelona, de Mies Van der Rohe, paradigma de la Arquitectura del Movimiento Moderno (ver fotos abajo).
Queremos un coche o un móvil último modelo, pero no nos acostumbramos a espacios fluidos, sin delimitaciones claras; a fachadas en las que los huecos no sean ventanas que se recortan sobre lo macizo; a nuevos materiales que no sean el ladrillo visto, los tabiques de ladrillo o la teja. Construimos como hace 50 años, desechando diseños que contengan ideas como: prefabricación, flexibilidad espacial, diafanidad frente a compartimentación, etc.
El esfuerzo de los arquitectos pasa por hacer llegar a toda la sociedad este cambio, aunque sea con un siglo de retraso.
La revolución está cerca… (¿de la mano de TAV?).
K.L.-N.
El pabellón de Barcelona, tal y como se diseño en 1929.
Fuente: Libro “Mies van der Rohe. El Pabellón de Barcelona”. Ignasi Solà-Morales, Cristian Cirici y Fernando Ramos. Editorial GG.
Ver más:
“Todo es comparable”, de Oscar Tusquets. Editorial Anagrama
“El lenguaje clásico de la Arquitectura” de John Summerson. Editorial GG.
Enlaces:
www.miesbcn.com/es/fundacion.html